De rodillas al borde de la cama, con los dedos cruzados y la frente empapada, una niña miraba su cama esperando flotar, y luego sumergirse entre las sábanas para no despertar.
Las nubes son como sueños. o uno que otro deseo, de esos que no decimos, simplemente porque nos da miedo.
Una niña, de rodillas, voló entre las cuatro paredes de un cuarto inexistente, hasta llegar a algún castillo del otro lado del planeta, hasta perder todos sus anillos, por andar jugando, por despistada y sobre todo apurada, tiene que llegar temprano aunque no haya cita con anticipación, la puntualidad es subestimada por tanto humo y globalización.
Había un trozo de mentira entre tanto corazón, había melancolía envuelta y le nublaba la visión, pero estaba de rodillas esperando aquella resurrección, como si la odisea de caminar tantos kilómetros fuera a hacer alguna diferencia entre los renglones manchados de dieciocho años afuera, una turista en un hotel esquinero, y el teatro que nunca cierra el telón.
Quizá era triste verla orando a un Dios que sabe que no le corresponde, porque sólo lo que llevamos tatuado se puede hacer realidad en alguna dimensión inconsciente que decide desafiar la gravedad.
Los pasos de un desconocido son más cómodos si se aprende a caminar, y una niña de rodillas tiene estigmas con los que no quiere cargar.
Los dones son tan ficticios como el odio a la menta en el paladar, porque al fin y al cabo si existen los suicidios es porque nacimos para matar. ya sea a nosotros mismos o a otros que nos da por mirar, pero si pasáramos desapercibidos el olfato no sería un sentido más.
Me ubico entre dos piedras que no me da la gana separar, una busca a la niña y la otra no puede respirar. El trance de alguna puerta abierta puede provocar bienestar, si nos riéramos con la piel de gallina no existiría el arte ni su descendencia angelical, ni los colores tendrían algo que contar.
Las dificultades son inciertas, pues se nos ocurren a ciegas, como sin pensar, y los caminos que creamos no son más que varitas mágicas que pintamos al azar.
Al final de la calle siempre hay una señal, que nos dice que se nos avisó desde el inicio que no había salida ni despertar, y la tinta de los momentos perdidos es la que aprende a volar, y no necesita alas azules aunque estén sin terminar, porque lo que pasa no nos incumbe ni tampoco interfiere en algún palpitar, porque quien se cansa no duerme, y quien despierta no sabe descansar.
Y así morí en el futuro, con un poco de preguntas retóricas en algún pedestal, y mañana una pintura amarilla hará que la luna se nos vuelva a escapar.
Mañana cuando salga el ruido se nos borra la memoria del tacto, e incluso uno que otro lunar, mañana cuando ya no me descubra, seguro me hundiré en altamar.
ART
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