Oct 2, 2013

Perder un amigo.

Gruñimos con los labios, apretamos los dientes. Nos enojamos como quien pierde algo importante por despistado, y le echa la culpa a algún desconocido que se le ocurrió estar cerca en el momento preciso. Confundimos enojo con frustración y vamos dándole golpes a las paredes, como si se nos pasara el dolor.
Generamos barreras de fuego inertes, que nos hacen sentirnos más fuertes. La culpa de ellos y nosotros siempre con el pie hacia adelante, marcando pasos que ni entendemos y generando excusas como máquinas de escribir.
Quién habría podido enseñarnos a enfrentar la pérdida como algo aledaño, algo interno, y a diario. No se enfrenta hoy ni se enfrenta en el momento, sino a cada instante, es un trío de desaciertos: pasado, presente y futuro. Y ahí vamos. Se nos cae el pelo y apretamos los puños, nos hundimos a creces y refunfuñamos como viejos pidiendo un encendedor, aunque hayan fósforos del otro lado.
De repente la historia se torna borrosa y la imaginación le gana a la realidad, ¡el poder de la mente! Qué más da. Nos fuimos, se fueron, y no nos terminamos de ir. Terminar, partir. Acciones desconocidas y sobre todo incomprensibles. Perdemos y nos da por regalarnos un trofeo. Y mañana utilizamos una nueva excusa, otro de los mil inventos de nuestra estupidez: Merecer. "Yo merezco..." decimos. Puras mentiras cobijadas de ironía. ¡Merecer no existe! Nadie se puede dar semejante atributo. "Merecer" no es algo digno de simples mortales. Pero qué se le puede hacer, todos tenemos diferentes formas de vencer el frío.
Y después de tanta palabra sin sentido, se nos olvida recordar que con culpas y con inventos y con historias y con defectos, con mentiras con verdades y con tanto vicio envuelto, con susurros y lágrimas y la ira que padecemos, por más que digamos que se "merece" un premio haber encontrado un nuevo camino, la cruda realidad, es que perdimos.

ART

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