Una gata, en un tumulto de gente; perdida, entre piernas y brazos y cuerpos no deseados, sin buscar nada más que alguna salida, un poco de aire. Un lobo a la distancia, y todo desaparece. La música no aturde, el pelo se eriza pero las garras se esconden. Ronronea.
Era él. Lo distinguió entre tantas almas que aún es difícil explicar porqué. Pero las explicaciones están de más, hablaban entre otras cosas, lo que importaba era sentir. Vivir.
Un lobo, en la soledad que había decidido crear a su alrededor, descubrió que tal vez había estado buscando en los lugares equivocados, tal vez en vez de una manada lo que necesitaba era una gata de ojos miel e instinto agudo, con algunos besos matutinos. Como el silencio: inexplicable pero lleno de paz, así se sintieron mientras se conocían las esquinas de la piel, uñas en la espalda y aullidos nocturnos, un amanecer estelar, un lugar lejano a la tierra, quizá dentro de cuerpos distintos en realidad venían de la misma galaxia, alguna que tiene más música y menos ruido, más amor.
Y la gata, por primera vez, conoció el calor de un cuerpo que funciona de chimenea todo el tiempo, mientras el lobo pudo dar por hecho el sentido común y mirarse de nuevo al espejo, esta vez sonriendo.
¿Quién dijo que caninos y felinos no se podían entrelazar? Yo encontré una historia digna de contar.
ART
Continuará...
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