Que a la distancia recuerdo las noches de lágrimas, y las de tragos también. Que nos decíamos que nos amábamos y pensábamos que agarrar una mano era para siempre. Que todavía me cuesta caminar sin pisar las líneas y sin filosofar de la existencia, como si siempre tuviéramos una chispa de adolescencia, una que a veces quiere ir en contra del sistema, y otras veces quiere permitirle a nuestra alma surgir. Que no me gusta que sólo cuando estamos solos podemos escupir lo podrido que llevamos por dentro, y desear lo que nos llena las entrañas. Cuánto ansío la soledad y cuánta falta me hace la compañía real.
La selección es natural, ¿no?
Que quería decirte que mucho de lo que pasa no lo decidimos de verdad. Y que mucho de lo que decidimos no lo sabemos sobrellevar. Que me pesan las manos cuando quiero tocar piano, que me siento más pesada cuando retorno al antaño por algo de masoquismo y algo de niñez.
Las nubes no pesan nada y aún así tienen densidad, como un alma que no ha aprendido a volar. Pero se aprende a punta de golpes, ¿no? O eso dirían mucho papás. Que quería decirte que todas las cicatrices duelen en luna llena, o con un par de whiskies. Y pensamos que se queda sólo el dolor, pero el dolor es sólo un acompañante más de la vida. Lo que queda es el constante silencio de saber que nos movemos, que mañana, si tenemos suerte, respiraremos.
Que las incertidumbres son una dimensión más; como el tiempo. Cuánto podemos pasar fingiendo.
Que quería decirte que desde adentro, a veces siento que no me tengo. ¿Qué es la libertad si no un sin fin de desaciertos y un absurdo infinito que no conocemos? La inmensidad de un pensamiento es sólo una pisca de realidad; al final, cada que despierto, sé que no soy nada más. Una inmensidad condensada en un frasquito de latidos, un cuerpo que me recuerda que, por dicha, aún respiro.
Aunque a veces cueste respirar.
ART